Vivo en los Estados Unidos y soy chilena, sangre, voluntad y memoria. Al llegar a este paÃs me obligaron a llenar un formulario en el cual habÃa una casilla referente a la raza: la primera alternativa era blanca, la cual iba a automáticamente yo a marcar, cuando leà más abajo la palabra Hispanic. Me pareció una enorme incultura por parte de los funcionarios gringos ya que lo hispano no se refiere a una raza, pero abismada comprendà que por primera vez en mi vida me expulsaban de mi propio nicho, de lo que creÃa mi identidad natural y objetiva, aunque entre una norteamericana y yo no mediase la más mÃnima diferencia fÃsica ( más aún en este caso especÃfico: soy pelirroja, hasta me parezco a ellos ). Ni que decirlo, marqué con saña el segundo cuadrado y cada dÃa transcurrido de estos seis años me he ido apegando más y más a él. Cuando camino por las calles de la ciudad, a veces me da la impresión de que todos mis antepasados están allÃ, en la pulcra e impersonal boca del metro, con la esperanza de llegar a alguna parte. Todo chicano o salvadoreño despreciable es mi tÃo, el hondureño que retira la basura es mi novio. Cuando Reina se declara a sà misma una desclasada, sé exactamente a que se refiere. Toda mi vida ha corrido por este lado del mundo. Mi cuna real y ficticia, el lugar donde nacà y el otro que fui adquiriendo, lucen oropeles muy americanos ( ¡ no acepto que ese adjetivo se lo atribuyan los del norte! América es tanto la de arriba como la de abajo, norte y sur tan americanos uno como el otro). Trazo los dos puntos del continente para señalar los mÃos y agrego un tercero, éste. Dos de ellos resultan razonablemente cercanos, y luego, inevitable, la lÃnea larga baja y baja hasta llegar al sur, hasta lo que, a mi pesar, debo reconocer como el fin del mundo. Sólo los hielos eternos más allá de esa tierra. Allà nacÃ. Mapuches o españoles, fluidas, impredecibles, vigorosas, allà están mis raÃces.